Una nueva perspectiva de la iglesia local
En 1980 construí una casa en las afueras de Tapachula, una ciudad tropical, al extremo sur de Chiapas, México. Al frente de la casa sembré un pequeño arbolito de unos 30 centímetros de alto. Cuidé ese arbolito, echándole agua durante la estación seca, podándolo durante el tiempo de lluvias, dándole forma y echándole veneno contra las hormigas cada mes para que éstas no se comiesen sus hojas. Al crecer el árbol tuve que arreglar la acera porque las raíces levantaron el cemento. Pasé horas incontables cuidando aquel arbolito y valió la pena. Después de tres años, mi árbol era tan alto como una casa de dos pisos y sus ramas daban sombra al jardín del frente de la casa. Su follaje volvía los torrentes de lluvia en una agradable brisa. Proveía un lugar para que los que pasaban pudiesen descansar bajo su sombra, y sus flores anaranjadas daban de comer a muchos pájaros. Al momento de sembrarlo, el árbol no era más que una pequeña plantita. Sin embargo yo sabía que de esa plantita surgiría un árbol.
En igual forma, miles de personas siembran unos pequeños bulbos de tulipán durante el otoño. Ellos no piensan que están plantando raíces sino que aseguran que están plantando tulipanes. Los que siembran no ven lo que siembran – miran con anticipación lo que va a surgir.
En muchos aspectos la Iglesia de Jesucristo es como esa plantita o como el bulbo de tulipán. Alrededor del mundo la Iglesia ha sido plantada pequeña y débil y ha crecido para llegar a ser una fuente de protección, de vida nueva y un creciente interés por la salud y alimento espiritual de otros. Por primera vez en la historia de la humanidad encontramos a la Iglesia rodeando al globo terrestre, acogiendo a mil quinientos millones de personas quienes de una manera u otra confiesan su lealtad a Jesucristo y se autodenominan cristianos. Estamos en vísperas de una era totalmente nueva en la historia mundial y del cristianismo, «una era de discipulado global» caracterizado por un «acceso total y global a todos los pueblos de la tierra». Por primera vez la Iglesia se ve suficientemente grande y extensa como para presentar el evangelio a todo ser humano en una forma comprensible. La oportunidad existe para que la iglesia única, santa, universal y apostólica testifique de su fe a personas de toda lengua, tribu y nación. Y a medida que las congregaciones sean creadas por esta labor misionera, la Iglesia de Jesucristo alrededor del mundo crecerá como ese arbolito para llegar a ser lo que es en su verdadera naturaleza: el pueblo misionero de Dios.
Van Engen, C. (2004). El pueblo misionero de Dios (pp. 30–32). Grand Rapids, Michigan: Libros Desafío.