Maquiavelico. De donde viene ese termino?

 

El mito del príncipe nuevo
o del fin que justifica los medios

 

“Porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad.”
MAQUIAVELO, El Príncipe, (1996: 83).

 

¿Fue Maquiavelo la clase de monstruo pérfido que algunos de sus críticos y biógrafos han querido ver? Si nos atenemos a la definición de la Encyclopaedia Britannica parece que tal opinión no se corresponde con la realidad. “Maquiavelo —se afirma— fue un hombre de complexión media, delgado, de rostro huesudo, frente despejada, pelo negro, ojos penetrantes, labios finos que dibujaban una sonrisa enigmática. Fue un hombre honesto, buen ciudadano y excelente padre” (Barincou, 1985: 9). ¿Cómo es posible entonces que sus detractores vieran en él a un ser perverso, egoísta y corrupto? Quizá el dilema se deba a la original radicalidad de su pensamiento político y a las implicaciones que tales ideas iban a tener posteriormente. A veces, los hombres honestos pueden equivocarse también. El mito del maquiavelismo, entendido como la práctica de una política que ignora la dimensión moral y acepta cualquier medio para lograr los objetivos perseguidos, ha arraigado por desgracia en demasiados terrenos baldíos de la historia. Incluso hoy, a aquellos políticos de la democracia que se valen del engaño, la astucia o la maquinación, se les continúa llamando “maquiavélicos”. ¿Cómo se gestó este mito?
Niccolò nació en Florencia, hijo de una familia noble que se había empobrecido. Esta situación le obligó a formarse de manera autodidacta y a leer por su cuenta autores clásicos, como Lucrecio o Tito Livio, que le fueron muy útiles para madurar sus propios puntos de vista sobre la sociedad humana. Desempeñó tareas administrativas como secretario de la segunda cancillería de la República de Florencia, cargo que le permitió adquirir una notable experiencia política. A los 29 años tomó posesión de tal ocupación y poco después contrajo matrimonio con Marietta Corsini, de quien tuvo seis hijos. Según afirman los biógrafos, Maquiavelo fue feliz en su matrimonio y supo hacer de su vida la mejor de sus obras de arte. En contraste con esta excelente situación familiar, el ambiente político en que vivió dejaba mucho que desear. Durante todo el siglo XV la inestabilidad institucional fue una constante de la República florentina. Los intereses de la aristocracia y de la burguesía mercantil eran las fuerzas predominantes en el delicado equilibrio social. Las divisiones internas y la impotencia militar contribuyeron al descrédito, así como al poco respeto que se tenía por los gobernantes. Italia era un puzzle de pequeños Estados envueltos en frecuentes luchas intestinas. De manera que la existencia de Maquiavelo transcurrió durante uno de los períodos de mayor confusión política de las repúblicas italianas. Fue testigo de numerosas guerras y vio como su Estado era invadido por los ejércitos franceses y españoles.
Cuando los Médicis volvieron al poder, Maquiavelo fue destituido de su cargo, encarcelado y torturado. Este sería el final de su vida pública ya que no volvería a ocupar ningún puesto oficial hasta dos años antes de morir. Después de su liberación se retiró a una heredad familiar que poseía en las inmediaciones de Florencia y allí escribió sus obras más influyentes. Durante algunos meses del año 1513 elaboró El Príncipe y lo dedicó a Lorenzo de Médecis (el Magnífico) con el deseo de que sus pensamientos contribuyeran a la creación de un Estado moderno. Su intención fue influir para conseguir un “príncipe nuevo” que fuera política y militarmente eficaz. Un gobernante que restaurara la antigua libertad y la ruina en que habían caído todos los príncipes de Italia. Sin embargo, la obra no alcanzó mucho éxito entre sus contemporáneos ya que su receptor la despreció y circuló en forma de manuscrito hasta la muerte del autor. No obstante, la fama que logró después fue enorme. Se cuenta que Carlos V sabía de memoria capítulos enteros, que Enrique III y Enrique IV no se separaban del libro ni un solo día, que Cristina de Suecia redactó un largo comentario sobre el mismo y que Federico de Prusia escribió también, como príncipe heredero, un Antimaquiavelo (Marcu, 1967).
Hoy Maquiavelo es considerado el fundador de la ciencia política moderna ya que sus ideas rompieron con la concepción religiosa que se tenía de los gobernantes hasta el final de la Edad Media. La profunda desconfianza que sentía hacia los religiosos se manifiesta a través de sus numerosas cartas personales. Estaba convencido de que la Iglesia de su tiempo había contribuido a la decadencia de la sociedad italiana al mezclar lo político con lo religioso y al oponerse a la creación de un principado civil. A pesar de creer que la actitud de la iglesia de Roma y de sus sacerdotes mantenía dividido al país, seguía pensando que las creencias religiosas eran el soporte más necesario de la sociedad ya que proporcionaban cohesión social. Sin embargo, sus razonamientos le llevaron a analizar la política, prescindiendo de cualquier consideración moral o religiosa, e incluso modificando conceptos anteriores.
Maquiavelo afirmó que para conservar el Estado el príncipe debía incurrir en ciertos vicios. Creía que las acciones de los hombres dependían de la perspectiva a través de la cual se mirasen. Había cosas aparentemente buenas que en realidad podían ser malas, así como vicios susceptibles de trastocarse en virtudes. Propuso que el concepto medieval cristiano de “virtud” fuese cambiado por el de virtù política. Es decir, la aplicación de una fría y técnica racionalidad del poder, más preocupada por el éxito de sus logros que por los medios empleados en alcanzarlos. La virtù de saber acallar la conciencia cuando el gobierno lo exigiera. Una auténtica “razón de Estado” que, aunque no fuera mencionada expresamente por Maquiavelo, podía en ocasiones violar las más elementales normas morales. Lo importante debía ser siempre el éxito del gobernante, para lo cual el empleo de la mala fe era a veces necesario. Esta manera de razonar revela un profundo escepticismo hacia la naturaleza humana.

 

OBRAS DE MAQUIAVELO

1504
Cómo hay que tratar a los pueblos del Valle de Chiana sublevados.
1506–1509
Decenales.
1513–1519
Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
1513
El Príncipe.
1517
El asno de oro.
1520a
Vida de Castruccio Castracani de Lucca.
1520b
La mandrágora.
1521
Sobre el arte de la guerra.
1521–1525
Historias florentinas.
1525
Clizia.
1532a
Descripción de las cosas de Alemania.
1532b
Descripción de las cosas de Francia.
1549
Belfagor archidiablo.

 

Buscando el bien a través del mal

El político florentino creía que el ser humano no era ni bueno ni malo, pero que podía llegar a ser lo uno y lo otro. De manera que no resultaba aconsejable confiar en la buena voluntad de los hombres. En relación con la virtud de cumplir lo que se promete, o “de qué modo han de guardar los príncipes la palabra dada”, Maquiavelo escribe:

 

“Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente la bestia, debe elegir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente —ni debe— guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero —puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra— tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya” (Maquiavelo, 1996: 91).

 

Es decir, como los hombres pueden llegar a ser malos, los gobernantes tienen también la obligación de ser malos. El príncipe que se revela contra esta situación de maldad y quiere gobernar honestamente estaría, según nuestro autor, labrando su propia ruina. De ahí la necesidad de “saber entrar en el mal” cuando haga falta; la obligación de “actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad o contra la religión” para conservar el Estado; la preferencia que debe tener todo monarca por ser temido antes que amado y, en fin, la convicción de que las injusticias hay que hacerlas todas a la vez para no temer la posible venganza. Quien propicia el poder de otro estaría socavando su propia destrucción en el futuro, por eso el que conquista nuevos territorios tiene en primer lugar que “extinguir la familia del antiguo príncipe”. La lista de máximas inmorales se multiplica a lo largo de El Príncipe hasta concluir en la idea final del majestuoso fin, capaz de justificar toda clase de medios:

 

“…en las acciones de todos los hombres…, se atiende al fin. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo” (Maquiavelo, 1996: 92).

 

Maquiavelo hace una descripción de la realidad social tal como era en su época y no como debería ser. Los análisis que realiza demuestran un gran conocimiento de los impulsos que anidan en el alma humana pero su mito del príncipe nuevo, o de que la moral debe sacrificarse al interés, es ni más ni menos que el reflejo de la desaprensiva época en que vivió. Es verdad que su obra inauguró la nueva ciencia de la política en los inicios de la modernidad, pero también lo es que la receta recomendada para lograr el buen quehacer gubernativo fue profundamente inmoral. Si durante la Edad Media los príncipes “cristianos” no consideraban generalmente a sus súbditos como un medio para alcanzar gloria personal, sino como una sociedad a la que había que servir y proteger, ya que el día del juicio final Dios les pediría cuentas de sus acciones, el príncipe nuevo que propone Maquiavelo sólo parece preocuparse de su propia fortuna, de su poder, de su gloria y destino personales. Los ciudadanos sobre los que gobierna se conciben sólo como posesiones o instrumentos para aumentar su influencia. Es el choque entre dos visiones opuestas del mundo. De una parte la medieval que, a pesar de sus imperfecciones, seguía basándose en la idea de un Dios creador que dirigía la historia y de otra, la concepción humanista de Maquiavelo que contemplaba al gobernante como alguien que había dejado de ser responsable delante del Creador y que ya no tenía la obligación moral de rendirle cuenta de su comportamiento. La sociedad se convertía así en algo ajeno al príncipe que podía ser utilizado para demostrar su ingenio político o afirmar su propio orgullo personal.
El príncipe maquiaveliano, convencido de que la política debe basarse en la maldad y que es menester pecar para conservar la dignidad y el Estado, resulta impensable en cualquier otro lugar que no fuera la Italia de los condottieri (aquellos belicosos jefes de tropas mercenarias). La propuesta de combatir el mal con el mal, la violencia con la violencia, el fraude con el fraude o la traición con la traición para gobernar bien, sólo pudo gestarse en un pequeño Estado donde la intriga y las maquinaciones eran el plato de cada día. En un ambiente así había que confiar en el destino pero también en las maniobras personales. En este sentido, Maquiavelo afirmaba que “vale más ser impetuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario, si se quiere tenerla sumisa, castigarla y golpearla” (Maquiavelo, 1996: 120). Hoy tal cinismo escandaliza pero, sin embargo, aquel mito arraigó poco a poco en la sociedad moderna, hundiendo sus raíces en la Europa renacentista y haciendo germinar en demasiados ambientes la equivocada idea de que es legítimo servirse del pueblo para conseguir determinados objetivos políticos.
A pesar de que Maquiavelo fue un gran admirador de Moisés y de que creía en Dios, su obra rompió con las antiguas concepciones teocráticas de la vida política. La tradición cristiana que entendía el poder como una institución divina no encontró apoyo en el pensamiento del primer teórico de la política moderna. En El Príncipe escribe:

 

“Y aunque sobre Moisés no sea lícito razonar por haber sido mero ejecutor de las órdenes de Dios, sin embargo, debe ser admirado aunque sólo sea por aquella gracia que lo hacía digno de hablar con Dios.” (Maquiavelo, 1996: 48).

 

En este texto parece recalcar su respeto por el gran líder hebreo y por el Dios de la Biblia, sin embargo su concepción de la naturaleza humana como sede constante de envidias, ambiciones, impaciencia y deseos de venganza, le llevaron a entender la historia al modo helénico. La teoría oriental de los ciclos universales, o del eterno retorno, que habían compartido griegos y romanos era aceptada también por Maquiavelo (Cruz, 1997: 35). Entendía la historia de la humanidad como una permanente manifestación de lo mismo. Todo resultaba coincidente. Todo se repetía. Los ciclos vitales de las sociedades eran siempre iguales: un ascenso hacia las cimas de la virtud y perfección para descender después en picado hasta el máximo grado de corrupción, desorden y degeneración. Lo paradójico de esta creencia es que descartaba a la divinidad. El Dios Creador no intervenía en el mundo de lo social. No existía ningún ser trascendente detrás de los ciclos vitales de la historia. El pensador de Florencia creyó que Dios no se ocupaba en poner o quitar soberanos. Esto sólo lo hacía el hombre con su radical ambivalencia, con su grandeza pero también con su profunda miseria.

 

Un mito que sigue vivo

En la actualidad millones de criaturas continúan creyendo lo mismo que creía Maquiavelo. Su mito se adhirió a la conciencia del mundo occidental y sigue siendo como una pesada rémora que con los aires postmodernos aumenta de tamaño sin parar. ¡En cuántas situaciones y conflictos actuales los medios se esclavizan y condicionan a los fines! Casi todo el mundo está a favor de reconocer que el maquiavelismo, o lo maquiavélico, son conceptos de los que es mejor apartarse, sin embargo, ¿quiénes están dispuestos hoy a sacrificar sus deseadas finalidades en aras de unos medios que no son todo lo justos que deberían ser? No se trata sólo de aquellos políticos corruptos que sacrifican su prestigio y credibilidad inmolándose ante el altar de Mamón, el dios de la riqueza. Están también los que matan para defender una idea. Los terroristas que disponen a su antojo de la vida ajena o los policías que combaten el terrorismo con métodos ilegales. El mito maquiavélico está vivito y coleando en el corazón de la sociedad postcristiana. Quizá donde sea más evidente es en los conflictos armados que de manera endémica vienen sangrando a la humanidad. Los métodos que tales luchas emplean han creado un nefasto diccionario en el que se definen sin horror términos como “limpieza étnica”, “masacre humana”, “fosas comunes”, “castigo al pueblo”, “hora de la venganza”, “daños colaterales”, “bombardeos indiscriminados sobre la población civil”, “inmunidad para los criminales de guerra” y un largo etcétera de maquiavelismo solapado. La repercusión de tales conceptos son heridas que nunca acaban de curar porque la paz no es sólo el silencio de las armas.
Dejando de lado la amenaza de los misiles y de los coches bomba, la violencia del mito se descubre también en otros ambientes. Desde los banqueros que aprendieron a defraudar y se convirtieron de pronto en pedagogos de una sociedad ávida de modelos, sean del cariz que sean, hasta los mafiosos del deporte o de la cocaína, los secuestradores amantes del dinero fácil e, incluso, los maridos que asesinan a sus esposas por considerarlas objetos personales, todos responden al mismo patrón mítico. La pegajosa tela de araña se extiende asimismo a los empresarios desaprensivos que juegan con la salud pública contaminando alimentos, piensos o bebidas refrescantes. Y aquellos otros que directa o indirectamente son responsables de los vertidos de petróleo a los océanos, de la contaminación en todas sus facetas, del paro o de la explotación salarial. ¿Qué pensar de ciertas multinacionales de farmacia cuando se niegan a fabricar determinadas vacunas, como la que podría curar la malaria, exclusivamente en base a puros intereses comerciales? ¿o de los modistos prestigiosos que diseñan tallas mínimas sin importarles para nada el futuro de las jóvenes anoréxicas? ¿y las decenas de miles de muchachas inmigrantes que son obligadas a practicar la prostitución para sobrevivir? ¿no es todo esto consecuencia del egoísmo y la maldad humana que subyace en la creencia de que el fin justifica los medios? El mundo entero rezuma maquiavelismo por todos sus poros. El mito no está todavía superado, como piensan algunos, sino que subsiste en estado latente, escondido en los más oscuros rincones del alma humana, para manifestarse con toda su virulencia allí donde se le permite.

 

Maquiavelo a la luz del Evangelio

El estudioso de Maquiavelo, Augustin Ranaudet, escribió: “Entre todos los espíritus del Renacimiento italiano Maquiavelo es el más ajeno al Evangelio, el más indiferente a la moral cristiana, a la que acusa de haber debilitado la energía de carácter de los hombres de su tiempo” (Barincou, 1985: 193). Es evidente que la ética maquiaveliana, si es que puede llamarse así, resulta radicalmente opuesta a la que se manifiesta en las páginas del Nuevo Testamento. No hay que discurrir mucho para darse cuenta de ello. No obstante, ¿es verdad que la moral cristiana debilita el carácter de las personas como pensaba Maquiavelo? Pues, depende de lo que se entienda por “debilitar”. Si responder al mal con el bien se interpreta como debilidad de carácter, entonces sí, no hay más remedio que admitir esta debilidad cristiana provocada por lo que el apóstol Pablo llamaba la “locura” de la predicación. Pero ¿realmente es esto endeblez o blandura de ánimo? ¿acaso no se requiere más valor para defender el bien, en un mundo en el que las fuerzas del mal campean a su aire con absoluta libertad, que para dejarse arrastrar por ese remolino de iniquidad y depravación? Siempre fue más difícil nadar contra la corriente de las ideas, o las costumbres de la sociedad, que encaramarse a la balsa de los hábitos y abandonarse a la deriva de la moda. Para mantenerse a flote en el torrente de la vida, obrando como cristiano, sigue siendo necesario tener un carácter valeroso que no sea precisamente débil.
En el Nuevo Testamento, desde el sermón de la montaña pronunciado por Jesús hasta las cartas de Pablo y Pedro, se apela continuamente al amor fraterno y a la solidaridad cristiana. En la primera epístola universal de San Pedro se dice: “…sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados para que heredaseis bendición” (1 P. 3:8, 9). Puede resultar fácil devolver bien por bien o incluso mal por mal, pero lo realmente difícil es cambiar la maldición por la bendición. Esto es precisamente lo que sugiere el autor de estas palabras, su deseo de que aquellos creyentes perseguidos por un mundo hostil, supieran poner en práctica la solidaridad cristiana hacia quienes les maldecían y les hacían la vida difícil. ¿Cómo puede pedirse algo así? Tal demanda sacaría de sus casillas al propio Maquiavelo. Pero este es el reto del mensaje cristiano. Aquí reside la sublime altura moral que Jesús anuncia para los ciudadanos del reino de Dios. La conducta de los auténticos seguidores de Cristo no puede ser una simple imitación de quienes viven sin Dios, sin fe y sin esperanza. No se trata de reaccionar instintivamente ante el modelo de conducta propio del ambiente mundano. No hay que conformarse con devolver mal por mal sino que frente a toda lógica y toda razón, ante la maldad hay que replicar con la bondad y ante la perversidad con la nobleza de la honestidad. ¿Por qué? Porque el cristiano es heredero de bendición, es decir, de vida eterna. Tal es la voluntad del Creador.
La ley del talión que se propone en el Antiguo Testamento es la que sustenta también el pensamiento de Maquiavelo. Aquel añejo trueque de pagar “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida y golpe por golpe” (Éx. 21:23–25), constituye, en realidad, un origen reconocido para el desarrollo posterior del mito del príncipe nuevo. En contra de lo que a veces se ha señalado, esta ley cumplió bien su función en el tiempo veterotestamentario. No se trataba del reflejo de una mentalidad bárbara y primitiva sino que, ante todo, pretendía poner equidad en las venganzas desproporcionadas que entonces se practicaban. Es lo que se aprecia por ejemplo en textos como el de Génesis (4:23, 24) en el que Lamec habla con sus mujeres, Ada y Zila, manifestándoles que estaba dispuesto a matar a “un varón por su herida y a un joven por su golpe”, así como a vengarse hasta “setenta veces siete”. Esta clase de injusta venganza es la que se pretendía regular. Sin embargo, la ley del talión fue eliminada de manera radical por el propio Señor Jesucristo. Refiriéndose al problema de los enemigos personales, Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente. Pero yo os digo: No resistáis al que es malo; antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra” (Mt. 5:38, 39). La moral cristiana presenta unas exigencias muchísimo más elevadas que aquella antigua ley. Los seguidores del Maestro no deben empecinarse en sus derechos, sino que han de aprender a renunciar a ellos. La ley del talión quedó así abolida para los cristianos.
El concepto novotestamentario de humildad también resulta incompatible con el mito de Maquiavelo. La virtud de actuar sin orgullo reconociendo siempre las propias limitaciones se contempla en El Príncipe desde la misma perspectiva que en el mundo clásico. La cultura romano–helénica concebía la humildad como un vicio característico de los esclavos. Ser humilde era ser débil. Sin embargo, el hombre libre que se respetaba a sí mismo no debía renunciar jamás a la autoafirmación. No es de extrañar que en tal ambiente la doctrina cristiana encontrase notable resistencia. Cuando Pablo les dice a los filipenses: “nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Fil. 2:3), estas palabras debían sonar como algo radical y revolucionario porque alentaban al cambio de costumbres. De manera que la ética cristiana concebirá la humildad como algo muy positivo, precisamente porque también Cristo “se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2:7, 8). Si el Hijo de Dios supo humillarse, la humildad debe ser característica de toda vida cristiana. Esto es algo que la filosofía de Maquiavelo nunca podrá asumir.
Otro tanto ocurrirá con la veracidad de las palabras. Si en el mito del príncipe nuevo la mentira es considerada casi como moneda de cambio necesaria para el ejercicio de la política, la ética de Jesús no solamente rechaza el juramento frívolo e irreflexivo, sino que exige del creyente que sea una persona de palabra. Mateo recoge las frases del Maestro acerca de los juramentos: “Además habéis oído que fue dicho a los antiguos: No perjurarás, sino cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo: No juréis en ninguna manera… Pero sea vuestro hablar: Sí, sí; no, no; porque lo que es más de esto, de mal procede” (Mt. 5:33–37). Cuando se habla la verdad cualquier juramento resulta superfluo. El cristiano debe aspirar a vivir en la sencillez y en la prudencia del lenguaje porque cuando esto no se pone en práctica pronto germina la mentira. Un embuste abre la puerta a otro y el hombre mentiroso termina porque ni cree ni es creído por nadie. De estas palabra de Cristo se deduce que el Maligno, el que es padre de toda mentira, al introducir la falsedad en el cosmos, provocó el que los hombres empezaran también a jurar por el cielo, la tierra y el propio Dios. Los mentirosos están siempre dispuestos a jurar por lo que sea. Sin embargo, esta no es la voluntad del Creador.
Por lo que respecta a la relación entre el creyente y la política, algunos teólogos han intentado demostrar que Jesús fue un luchador a favor de la liberación judía del Imperio romano. Un zelota que defendía apasionadamente al pueblo de Israel, incluso mediante el uso de la violencia, ya que estaba convencido de que la soberanía de Roma atentaba claramente contra la soberanía absoluta de Dios (Schrage, 1987: 138). Sin embargo, esta teoría apenas encuentra justificación en las páginas del Evangelio. Jesús no fue un revolucionario político ejecutado por los romanos a causa de una revuelta. Es verdad que la tentación del poder político llamó a la conciencia de Jesucristo en algún momento de su vida. Las palabras diabólicas del desierto de Judea, en relación a los reinos del mundo: “Todo esto te daré si postrado me adorares” (Mt. 4:9), podrían muy bien referirse a tal incitación. Pero lo que está suficientemente claro es que el Señor rechazó siempre estas proposiciones para ejercer el poder político. Es la situación que menciona también el evangelista Juan con motivo de la alimentación de las cinco mil personas: “Pero entendiendo Jesús que iban a venir para apoderarse de él y hacerle rey, volvió a retirarse al monte él solo” (Jn. 6:15). El Señor siempre fue consciente de que su reino no era de este mundo.
A pesar de que en el círculo más íntimo de sus discípulos había antiguos zelotas, como Simón Zelote y posiblemente Judas Iscariote, el Maestro rehusó sistemáticamente la violencia y el extremismo característico de estos nacionalistas. Cuando en Lc. 22:36–38 Jesús recomienda a sus discípulos que quien no tenga espada, venda su capa y se compre una, no está haciendo apología de la violencia. Casi todos los comentaristas están de acuerdo en que estas palabras deben entenderse en sentido figurado. La intención del Señor fue decirles que los tiempos tranquilos se habían terminado. A partir de ese momento la predicación del mensaje cristiano iba a pasar por etapas de odio, rechazo y persecución. Jesús utilizó un tono irónico para expresar la necesidad, por parte de sus mensajeros, de tener una actitud de lucha contra las adversidades venideras. Tal consejo no debía entenderse de forma literal o al pie de la letra como hicieron sus oyentes. De ahí que al sugerirle: “Señor, aquí hay dos espadas”, Jesús les respondiera con tristeza y algo de frustración, al comprobar que no le habían comprendido: “Basta”. Después, ante la pregunta directa de uno de sus discípulos: “Señor ¿heriremos a espada?”, el Maestro volvió a responder: “Basta ya; dejad” (Lc. 22:49–51) y sanó la oreja cortada al siervo del sumo sacerdote. Pero donde se concreta más explícitamente este rechazo de Cristo a la violencia de las armas es en el relato que ofrece Mateo: “Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán” (Mt. 26:52). No hay ningún tipo de duda, Jesús no fue un zelota violento y extremista sino que, por el contrario, siempre fomentó la paz y se opuso a las agresiones físicas entre las personas.
Tampoco debiera pensarse que el Señor fue un perfecto apolítico despreocupado de las cuestiones del Estado o de la vida pública de su comunidad. Las interesantes palabras que recopila Marcos así lo dan a entender: “Respondiendo Jesús, les dijo: Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mr. 12:17). Los fariseos y los herodianos intentaron provocar al Maestro mediante una pregunta fundamental en la ética política de aquel tiempo. Su intención fue mezclarle en el debate de si era justo o no pagar tributo a César. Ellos eran partidarios de hacerlo ya que utilizaban sin ningún tipo de escrúpulos el dinero de los romanos. Sin embargo los judíos nacionalistas consideraban que tales impuestos eran una clara humillación para Israel, pues les recordaban continuamente su dependencia y sometimiento al Estado romano. Jesús actuó con sabiduría. Les pidió una de aquellas monedas que eran emblema de la discordia, un denario romano de plata. En el anverso del mismo aparecía el César con una corona de laurel, símbolo de su dignidad divina, bajo una inscripción que decía: “César Tiberio, hijo adorable del Dios adorable”. Mientras que en el reverso figuraba la emperadora madre situada sobre el trono de los dioses romanos en representación de la paz celestial. Era evidente que aquella moneda pertenecía a César. De la misma manera, el ser humano pertenece a Dios. El reparto era, por tanto, simple. El dinero para César y el hombre para Dios. Jesús opta por el equilibrio del punto medio. Ni la revolución sangrienta que proponían los zelotas negándose a pagar impuestos, ni tampoco la mitificación gloriosa del César y del imperio romano que asumían los colaboracionistas.
El Maestro desacraliza la autoridad estatal de Roma y, a la vez, considera que el pago de los tributos es algo congruente y necesario para el buen funcionamiento de la sociedad. Esto no significa, como en ocasiones se ha mantenido, que el Maestro propusiera un maridaje entre la religión y el Estado o una alianza entre el trono y el altar. Ni tampoco que los ciudadanos tuvieran la obligación de obedecer en todo al César como se debe obedecer a Dios. No se está abogando aquí por un Estado religioso o por una Iglesia nacional. El paralelismo que existe en esta frase de Cristo es notablemente antitético. César no se puede comparar con Dios. No es el soberano quien puede decidir de forma autónoma lo que le corresponde a él y aquello que pertenece a Dios, sino Dios mismo. Los requerimientos del Estado siempre tendrán un importancia relativa cuando se comparan con las demandas de Dios. El hecho de que el Señor se mantuviera en el término medio de la moderación, sin rechazar abiertamente la figura de César, no debe entenderse tampoco como una aceptación indiscriminada del Estado romano. Pues, la muerte de Cristo en una cruz según el estilo de las torturas practicadas por Roma, demostró hasta que punto tuvo que oponerse al poder incondicional y a la injusticia del imperio romano.
El apóstol Pablo siguió también la misma línea argumentativa que Jesús. Los siete primeros versículos del capítulo trece de la epístola a los Romanos, a pesar de haber sufrido distorsiones por parte de ciertos comentaristas que creyeron ver en ellos la justificación evangélica para una actitud servil de sumisión al Estado, sugieren simplemente que el cristiano debe respetar las leyes civiles del país en que vive. No es ético que un creyente eluda las obligaciones que comparte con el resto de los ciudadanos. El argumento principal de Pablo es que, en definitiva, toda autoridad ha sido establecida por Dios, incluso aunque ella misma no quiera admitirlo. Seguramente el apóstol se inspiró en el proverbio que dice: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes determinan justicia” (Pr. 8:15) y en las palabras del propio Jesucristo en relación al pago de impuestos. Según la doctrina paulina, los creyentes deben saber que cuando venga el “día del Señor” será él quien reine de forma absoluta (1 Co. 15:26–28) pero mientras tanto, conviene obedecer a los gobernantes de las naciones. ¿Y si éstos actúan despóticamente? ¿qué hacer ante las dictaduras que no respetan los derechos humanos ni actúan con justicia? Pablo se refiere en este pasaje sólo a las autoridades legítimas que gobiernan de manera responsable. De las demás no dice nada. Aquí se concentra exclusivamente en los deberes de los súbditos cristianos, no en los del gobierno.
No obstante, del versículo 3: “Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo” (Ro. 13:3), puede deducirse cómo debería ser, según la concepción apostólica, la labor de los legisladores y del propio Estado. Los gobiernos no han sido establecidos por Dios sólo para velar por la propiedad privada de los ciudadanos, como pensaban los romanos, sino sobre todo para promover el bien y proteger al pueblo. Por supuesto Pablo no cerró los ojos a la realidad. Él sabía de la existencia de muchos gobernantes tiránicos que oprimían injustamente a los ciudadanos o se oponían a la predicación del Evangelio. De hecho, conocía por propia experiencia este tipo de situaciones. Cuando se le descolgó en canasto desde una ventana de los muros de Damasco, fue precisamente para huir de una mala autoridad, el gobernador de la provincia del rey Aretas que deseaba prenderle (2 Co. 11:32, 33). Pablo había sufrido arrestos, castigos, azotes y cárcel, tanto por parte de los romanos como de sus propios compatriotas judíos. Era, por tanto, perfectamente consciente de que la obediencia a ciertos gobernantes debe tener un límite. El hecho de que fuera condenado a muerte, y muriera en Roma, habla muy claro de hasta dónde debe llegar el sometimiento a la autoridad. Ningún gobierno humano que pretenda silenciar la voz del mensaje de Cristo o imponga una apostasía obligatoria para los creyentes, merece sumisión ni acatamiento. El respeto a la conciencia y a la fe de los ciudadanos debe ser una de las primeras obligaciones de los Estados. Sin embargo, para Pablo, este rechazo a obedecer a tales gobiernos no es incompatible con la creencia de que las autoridades superiores han sido establecidas por Dios.
El principal problema de conciencia que se generaba en los creyentes, que vivían bajo el poder de gobiernos imperiales como el de Roma, era el de reconocerles una dignidad de carácter divino. Los cristianos respetaban al emperador, porque ésta era la voluntad del Señor Jesús, pero reconocían que su dignidad era la de una criatura humana y nunca podrían rendirle el culto que le reservaban a Dios. Esta negación a adorar al César hizo correr mucha sangre por motivos religiosos. El rechazo del culto al emperador era considerado por el gobierno romano como un grave crimen, el crimen laesae maiestatis, un acto anárquico de ateísmo que merecía la confiscación de bienes, el destierro o incluso el martirio. Sin embargo, es aleccionador ver cómo reaccionaron los cristianos primitivos ante tales persecuciones. En el Apocalipsis de San Juan, cuando se describen estos trágicos momentos para la Iglesia, no se hace un llamamiento a la revuelta armada, a la rebelión, el terrorismo o la guerra santa, sino que, por el contrario, se propone una resistencia paciente y no violenta: “Si alguno lleva en cautividad, va en cautividad; si alguno mata a espada, a espada debe ser muerto. Aquí está la paciencia y la fe de los santos” (Ap. 13:10). Frente a la terrible “bestia” que era el Imperio romano (13:1), cada cristiano debía asumir el futuro que Dios había previsto para él por difícil y desagradable que fuera. La paciencia y la fe tenían que llevarles a someterse a la voluntad de Dios, antes que claudicar de sus principios. Ante el poder diabólico del mal en este mundo, hay situaciones en las que la única posibilidad que le queda al creyente es resistir de forma pacífica incluso hasta el martirio.
Es evidente que Maquiavelo no estaría de acuerdo con esta determinación de los primeros cristianos. Pero, seguramente, tampoco lo estaría con la actitud de Jesús de arrodillarse y lavar los pies a sus discípulos, sabiendo de antemano que entre ellos estaba también el propio Judas Iscariote que le traicionaría. Sin embargo, esta es en realidad la profunda sima que separa el mito del príncipe nuevo, tan poderoso todavía en nuestros días, del mensaje de aquel gran Príncipe de paz que fue el Galileo. Las dos orillas que se anteponen sobre tal abismo son la luz y las tinieblas, la vida y la muerte pero también el amor y el odio. Según el pensamiento del Evangelio, el odio no es otra cosa que quererse a uno mismo a costa del otro. Y el producto de este egoísmo es generalmente la muerte. “El que no ama a su hermano, permanece en muerte… es homicida; y… ningún homicida tiene vida eterna” (1 Jn. 3:14, 15). A esta fosa conduce inevitablemente el mito de Maquiavelo, sin embargo el amor fraterno que propone Jesús desemboca en la entrega, la solidaridad y la auténtica vida.

 

Cruz, A. (2001). Sociología una desmitificación (pp. 89–109). Barcelona, España: Editorial CLIE.

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